la religion
La reflexión sobre el hombre ha ocupado siempre en la Iglesia un lugar privilegiado. De frente a una época que reivindica los derechos del hombre de una manera desmesurada, la Iglesia no ha dejado de insistir, especialmente en estos últimos tiempos, sobre la centralidad que el hombre tiene dentro de la vida de ella misma. Así, ha hecho ver la grandeza del ser humano sin esconder los límites que como criatura tiene. Estos límites consisten en que el hombre permanece siempre circunscrito a la esfera de lo creado, abriéndose maravillosamente a lo divino por el conocimiento y la participación de la misma naturaleza divina (“homo capax Dei”), pero permaneciendo creatura, esencialmente distinto de Dios.
Manifestando el interés que la Iglesia tiene por el hombre, el Concilio Vaticano II ha consagrado un documento completo a la reflexión sobre el hombre en general y sobre el hombre actual en particular. En efecto, en uno de sus primeros números, la Constitución Pastoral Gaudium et Spes se expresa de la siguiente manera: “Es la persona del hombre lo que hay que salvar. (...) Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien será el objeto central de las explicaciones que van a seguir” (GS,3). Sin vacilaciones de ningún tipo el Concilio “proclama la altísima dignidad del hombre y la divina semilla que en éste se oculta” (GS,3), al punto que considera que “el hombre es en la tierra la única creatura que Dios ha querido por sí misma” (GS,24). Esa ‘altísima dignidad del hombre’, según el Concilio, estriba en el hecho de que “el Hijo de Dios con su Encarnación se ha unido en cierto modo, con todo hombre” (GS,22). Es aquí donde está toda la fuerza y la potencia que la reflexión sobre el hombre tiene en este documento del Concilio y que es como un eco de aquella expresión de S. León Magno: “Conoce, oh hombre, tu dignidad”, frase referida a aquel acontecimiento que hace pensar que la grandeza del hombre es inconmensurable, frase referida a la Encarnación del Verbo, por la cual Dios se hace hombre. Y por eso afirma el Concilio que, “en realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado” (GS,22).
Este esclarecimiento de la grandeza y dignidad del hombre por su unión con Dios en Cristo, en virtud de la unión hipostática, es, según Juan Pablo II, un principio capital en las enseñanzas del Concilio Vaticano II. “Cuanto más se centre en el hombre la misión desarrollada por la Iglesia; cuanto más sea, por decirlo así, antropocéntrica, tanto más debe corroborarse y realizarse teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús. Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Este es también uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante, del Magisterio del último Concilio”[1].
El mismo Juan Pablo II prolonga esta enseñanza del Concilio diciendo: “Todo hombre (...) es confiado a la solicitud de la Iglesia. (...) El objeto de esta premura es el hombre en su única e irrepetible realidad humana, en la que permanece intacta la imagen y semejanza con Dios mismo”[2]. Y aclara cuál es el hombre del que la Iglesia se ocupa: “Aquí se trata (...) del hombre en toda su verdad, en su plena dimensión. No se trata del hombre abstracto sino real, del hombre concreto, histórico. Se trata de cada hombre, porque cada uno ha sido comprendido en el misterio de la Redención y con cada uno se ha unido Cristo, para siempre, por medio de este ministerio”[3]. Y expresa cuán esencial es a la Iglesia el problema del hombre: “El hombre en su realidad singular (porque es persona) (...). El hombre en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social (...) este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por el mismo Cristo, vía que inmutablemente pasa por el misterio de la Encarnación y de la Redención”[4].
Este interés de la Iglesia por el hombre no existiría si el hombre no fuese ya en la Sagrada Escritura un personaje principal. La Biblia es esa maravillosa realidad que guarda una analogía estrecha con el misterio de la Encarnación. En la Biblia el Verbo de Dios se hace verbo humano, la Palabra de Dios se hace palabra humana, aceptando todas las limitaciones que lo humano le impone, pero permaneciendo siempre Palabra de Dios. En ella, al igual que en la vida de la Iglesia, el hombre ocupa un puesto central, desde el inicio del Génesis, en el que el hombre es presentado como la cúspide de la obra creadora al cabo de los seis días (Gén.1,26-31), hasta la llegada del Hijo del Hombre, nombre que reivindicó para sí como nombre propio aquel que era por naturaleza Hijo de Dios.
En este artículo trataremos de exponer las líneas fundamentales de una teología bíblica acerca del hombre. Hacer esto significa presentar lo que la Palabra de Dios nos revela acerca del hombre y extraer de ello, a través de un procedimiento racional, las verdades de fe que iluminan lo que el hombre es de cara a Dios y aclaran el camino que el hombre debe recorrer para encontrarse con Él.
I. El hombre en el Antiguo Testamento
I.1 Primera aproximación: la terminología para designar al hombre
El análisis de la terminología que usa el Antiguo Testamento para designar al ser humano, nos permitirá hacer un primer acercamiento al concepto bíblico de hombre.
‘Adam. La primera palabra hebrea con que se designa en el Antiguo Testamento al hombre es ‘adam. Así como el nombre latino de homo se relaciona con el humus o tierra laborable -con la que está vinculado toda su vida-, así también en hebreo el nombre específico de ‘adam está relacionado con la ‘adamáh, ‘tierra arcillosa’, ‘suelo’, de la cual fue formado, tal como se narra en Gén.2,7. Pero el hombre no sólo es aquel que está formado de tierra como todos los vivientes del campo y todas las aves del cielo, tal como se dice en Gén.2,19, sino además es aquel que está destinado a cultivar esa tierra (Gén.2,5). En otras palabras, no sólo depende de la tierra en cuanto a su origen sino que además posee en sí aquellas fuerzas que lo hacen capaz de dominar la tierra de la que ha sido formado, es capaz de darle a la tierra su propia forma; es ahora la tierra la que se convierte en sujeto moldeable por el hombre.
Esta vinculación estrecha que guarda el hombre con la tierra tiene un hondo contenido teológico. En efecto, dado que ha sido hecho de la tierra, queda claro que el hombre no es una divinidad caída en desgracia de lo alto, sino que es algo que emerge, por imperativo divino, del mismo complejo de la creación. Su condición de creatura, surgida por gratuita decisión de Dios (“Hagamos al hombre...”, Gén.1,26) queda remarcada en los dos relatos de la creación del hombre que nos presenta el Génesis.[5]
Es interesante notar que ‘adam se usa tanto para el individuo que conocemos con ese nombre (Gén.3,20; 5,3) como también como término colectivo, de manera que designa, cuando es usado así, a toda la especie humana (Gén.1,27; 2,5).
‘Enosh. Otro término que usa el Antiguo Testamento para designar al hombre es ‘enosh, sustantivo que proviene del verbo ser débil. Casi siempre esta palabra está en relación con la palabra ‘adam, y así al llamar ‘enosh al hombre, la Biblia recalca que se trata de un ser, que por estar hecho de arcilla, es débil y mortal.
‘Isch. Pero es muy llamativo el hecho de que en paralelo con el término ‘adam aparece también otro término para significar hombre: es el término ‘isch, que significa fuerza. Así como ‘adam habla del origen y apariencia del hombre y ‘enosh de su debilidad, ‘isch designa al hombre en cuanto dotado de poder, más concretamente el poder de elegir y trazar su propio destino, y en este sentido expresa la facultad de querer y elegir.
Gueber. El Antiguo Testamento emplea también para designar al hombre el término gueber, que se usa sobre todo para el varón adulto, diferenciándolo de la mujer y del niño. Este término quiere decir fuerza, pero se refiere sobre todo a la fuerza corporal, aunque la Sagrada Escritura usa esta palabra también para designar la fuerza con la que el hombre se opone a Dios. En definitiva, esta palabra expresa aquella energía específicamente humana, que a veces, en su deseo excesivo de autoafirmarse, llega hasta a oponerse a Dios.
De acuerdo a lo que hemos expuesto, podemos decir que si es verdad que ‘adam insiste sobre la especie humana, ‘enosh sobre su debilidad, ‘isch sobre su poder y gueber sobre su fuerza, podemos afirmar que el hombre, según el Antiguo Testamento, es un ser perecedero, que no vive sino como miembro de un grupo, pero que es también un personaje poderoso, capaz de elegir y dominar. Esta encuesta semántica que hemos hecho nos presenta, en resumen, de qué modo la Palabra de Dios en el Antiguo Testamento concibe al ser humano: algo pequeño y débil, pero al mismo tiempo algo grandioso y poderoso.

